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"El Karate de mi esposa" - Maestro Gichin Funakoshi-

  • Katherine Díaz
  • 2 abr 2016
  • 4 Min. de lectura

En virtud de conmemorarse el pasado 8 de Marzo el día Internacional de la Mujer considero oportuno compartir con los compañeros del Budo un fragmento del libro "Mi camino" del Maestro Gichin Funakoshi. Dónde a través de sus líneas el Padre de nuestro Karate Do Shotokan nos proyecta hacia sus vivencias y memorias. En esta ocasión le dedica unas líneas a su señora esposa, dónde nos relata el papel que la misma jugó en su vida y como siempre lo impulsó a que continuara entrenando y dedicara su vida al Karate. En aquellas épocas las realidades eran muy distintas a las actuales, de todas maneras se puede percibir el agradecimiento y lealtad del maestro para con su esposa.

"Ya he mencionado el hecho de que mi familia pertenecía a la clase Shizoku. Mi abuelo paterno, Gifuko, llego a ser un notable erudito confucionista y como todos los eruditos, tenia pocos problemas monetarios, es decir, tenia muy poco dinero del que preocuparse. Sin embargo, gozaba del favor del Hanshu (jefe del clan), quien le encargó la honrosa misión de instruir a sus hijas viudas en ética confucionista. Estas lecciones particulares tenían lugar en el Kuntoku Daikun Goten, palacio donde vivían las damas y donde también había un santuario dedicado a los antepasados del Hanshu. Los hombres, por supuesto, tenían prohibida la entrada en el palacio, pero con Gifuko se había hecho una excepción.

Cuando ya era demasiado anciano para seguir enseñando dejo el puesto y fue recompensado por el Hanshu con una casa en Teika-machi, cerca del palacio. También recibió una sustanciosa suma de dinero. Desgraciadamente después de su muerte, todo el dinero y las propiedades que heredo mi padre las fue dilapidando lenta pero seguramente.

Al contrario que yo, mi padre era alto y guapo. Experto en lucha con palo (bojitsu), buen cantante y bailarín, pero tenía un desafortunado defecto, bebía mucho, y sospecho que así fue como el legado de mi abuelo fue desapareciendo poco a poco de las manos de mi familia. La casa donde vivíamos, incluso de niños, siempre fue de alquiler.

Debido a nuestra relativa pobreza, no pude casarme hasta después de haber cumplido los veinte años, edad tardía para casarse en la Okinawa de entonces. Mi sueldo como profesor en una escuela primaria ascendía a la principesca suma de tres yens mensuales y con esa cantidad tenía que alimentar, no solo a mi mujer sino también a mis padres, ya que a los profesores no se les estaba permitido ningún otro tipo de empleo remunerado. Aparte, entrenaba karate, que me gustaba mucho pero del que no obtenía ni un sólo sen.

Así estábamos, una familia de diez personas sobreviviendo con unos ingresos de tres yens. Esto fue posible gracias a la diligencia de mi mujer. Trabajaba muy duro, hasta bien entrada la noche, tejiendo una tela local llamada kasuri, por las que pagaban seis sen la pieza. Después se levantaba al amanecer y caminaba cerca de un kilómetro y medio, hasta un pequeño huerto donde cultivaba verduras para la familia. A veces la acompañé, pero en aquellos días estaba muy mal visto que un profesor trabajara en el campo al lado de su mujer, así que no pude acompañarla frecuentemente, y cuando lo hice acostumbraba a llevar un gran sombrero de paja, para que no me reconocieran.

Me pregunto de donde sacaría tiempo para dormir. No recuerdo escucharla nunca la mas mínima de las quejas. Así como jamas sugirió que dedicara mi tiempo libre a trabajos mas provechosos que la practica del karate. Por el contrario, me animaba a continuar entrenando y ella misma llego a interesarse por el karate observando mis entrenamientos. Cuando se sentía cansada, no se tumbaba, como hubiera hecho cualquier mujer, pidiéndole a uno de sus hijos que le diera un masaje en los hombros. ¡Oh,no! No mi mujer. Lo que hacia para tonificar su cuerpo era salir y practicar un kata. De esta forma llegó a alcanzar la destreza de un experto.

Los días que yo no entrenaba bajo la severa mirada de Itosu y Azato, practicaba solo en nuestro patio. Algunos jóvenes de la vecindad que me habían observado, vinieron un día a preguntarme si podía enseñarles karate, lo que hice, por supuesto, encantado. En ocasiones regresaba de la escuela más tarde de lo acostumbrado y los encontraba practicando solos con mi mujer, que los animaba y corregía cuando lo hacían mal. Así, simplemente viéndome entrenar, y con una practica ocasional, mi mujer llego a tener un profundo conocimiento del arte.

Pagamos por la casa una renta de 25 sen, lo cual era una suma importante para aquel entonces. La mayoría de nuestros vecinos eran pequeños comerciantes o conductores de jinriksha, vendían zapatillas, peines o tofu. Frecuentemente se enzarzaban en peleas después de haber bebido.

En estas ocasiones, mi mujer solía intervenir para apaciguarles. Casi siempre lo conseguía, incluso cuando la discusión terminaba a puñetazos (tarea nada fácil incluso para un hombre fuerte). Desde luego, no utilizaba la violencia en su papel de mediadora. El éxito dependía enteramente de su poder de persuasión. Así, mi mujer, admirada en casa por su diligencia y economía, llego a ser conocida en toda la vecindad como una consumada karateka y hábil mediadora".


 
 
 

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